La casa de enfrente

—Ellos están enfrente de...

Todos los días a las ocho y media, Marta va hasta el almacén a comprar un litro de leche descremada larga vida, porque es la que no depende de la cadena de frío. Cruza por la esquina a la vereda de enfrente, camina dos cuadras y vuelve a cruzar para volver unos metros hasta el negocio. Después recorre el camino inverso con la botella en la mano. Si usa el de flores, el único que quedó del juego que le regaló su tía Nelly para el casamiento, un litro de leche le alcanza justo para cuatro vasos: uno a la mañana, otro después de la hora de bicicleta fija, uno más mientras mira la novela de las siete y el último antes de irse a dormir. Con esa cantidad cubre de sobra las necesidades de calcio y vitaminas y encima se protege de las pestes que andan dando vuelta. “¿Le llegó la leche, Luisito?”, le pregunta al hijo de Don Carrasco que a esa hora levanta la cortina y entra los cajones de lácteos y el paquete de diarios. El buen hombre la deja leer los titulares mientras conversan un rato, porque Marta no puede volver a su casa antes de las nueve que es cuando, a más tardar, empieza a pegar el sol en la vereda de enfrente y a ella le encanta caminar al sol, “siento sublime satisfacción soleándome suavemente, sin sombrilla si salgo solita”, le explica al almacenero. Por eso, en verano disfruta mucho más de la caminata, porque el astro en cuestión se asoma por encima de las casas mucho antes de las ocho y media y ella lo aprovecha a la ida y a la vuelta.


—Enfrente están Ellos esperando que...

Marta lleva una vida tan tranquila y ordenada como el barrio en el que vive, un conjunto de casitas del Plan Eva Perón que, a pesar del paso de los años y las refacciones de los sucesivos dueños, conserva su espíritu de igualdad. Hace un tiempo comprobó que, caminando para cualquier lado desde su esquina, siempre hay setecientos veinte pasos hasta que se termina el barrio. Esa posición privilegiada le agrega perfección a una cosa ya de por sí perfecta y la hace sentirse tan orgullosa que le duele subirse a un colectivo para alejarse, aunque sólo sea por unas horas. Por eso sale poco, la mayoría de las veces con un ramo gigante de flores para el cementerio o para la Virgen Desatanudos. Cómo no ser devota cuando la virgencita le concedió tantos pedidos que ya perdió la cuenta, por eso ella trata siempre de no faltarle, pero igual se sentía en deuda, antes, sentía que tenía que encontrar la forma de rendirle a su benefactora el debido homenaje.

La solución la tomó prestada de la tele, una tarde que se aburría con los programas de chismes y pasaron un aviso que la dejó sin aliento: “Despídase del desgano denigrante, disfrute descansos deliciosos, desarróllese deportivamente, deshágase de dolencias, deje de deprimirse, desafíese, desate deseos, despliegue deslumbrante delgadez, descolle. Descubra Deltasonix. Disque dos-dos-dos-doble-doce”. ¡Magistral! Al poco tiempo todos los aparatos del set de Deltasonix dormían bajo la cama de Marta —salvo la bicicleta, que había llegado para salvarla del tedio de las siestas—, pero la fórmula exquisita del Conjuro de las Letras Iguales había llegado a ella para instalarse en su corazón y devolverle los favores a la Virgen. Sin duda que esta gente había dado en la tecla. Ahora Marta sabe que para pedir hay que esforzarse, que hay que elaborar una frase perfecta, cuanto más larga mejor, hay que superarse cada vez porque del tamaño de su ingenio dependerá la magnitud del deseo concedido.


—Ellos están enfrente esperándome en la esquina...

Ellos son los de la casa de enfrente, un problema desde que aparecieron en el barrio, de un día para otro, como si hubiesen brotado de la tierra de su jardín ordinario. Desde el primer momento se creen los dueños de la calle, abren las ventanas y toda su vida transcurre a la vista de los vecinos. Hay que escucharlos, las carcajadas, todo el tiempo festejando algo. No hay paz, ni de noche porque organizan reuniones, si no es el chico con sus amigotes es la nena con sus compañeritas. Lo peor es que Marta ya sabe cuándo van a ser esas romerías y no puede hacer nada por evitarlas. Como que existe un Dios que cada vez que lo que hay encima de la cómoda aparece desparramado, los de enfrente tienen conga. No sabe cómo hacen los adornitos para darse cuenta, pero se las arreglan para avisarle que no va a tener paz esa noche. Y así es, hay veces que la música es francamente insoportable. No se entiende cómo los padres no les dicen nada. Gente grande... No, ellos sacan medio comedor a la calle y se ponen a tomar mate y a charlar con los que pasan, como si fueran los dueños. O la parrilla sacan, todos los domingos de sol hacen asado en la vereda y los más chicos van y vienen con las patinetas y los monopatines. Como tarados, suben y bajan, rebotan y se llevan todo por delante. En la vereda, la que antes era SU vereda, la de Martita, porque ella siempre tuvo la vereda del sol y ahora resulta que al muy desgraciado se le ocurrió darse vuelta o quién sabe, capaz que es cosa de Ellos también. Ellos deben tener la culpa de que ahora Marta tenga que cruzar dos veces la misma calle para caminar al sol por su vereda y encima tener que pasar por la puerta de Ellos, por adelante del jardín ese, pasar rapidito, sin mirar, no sea cosa que después anden diciendo que es una metida.

El jardín que tienen, otro engendro. Nada que ver con el de Marta, que es ejemplar, que tiene todo tipo de jazmines, juncos, jacintos, jengibre y hasta un jacarandá joven. Un día de estos se anima y compra una jaula con un jilguero para que lo complete con sus melodías jubilosas. Todas las mañanas le dedica un ratito al riego pero los jueves es el día de los cuidados completos, charla, fumigaciones, cariños y podas. Y las plantas se lo agradecen creciendo joviales, como en la jungla. En cambio Ellos se nota que no saben, se jactan de sus rosales pero mejor sería que pusieran un jardín japonés, de esos que tienen arena y piedritas nada más. Alegrías y pensamientos, qué improvisación. Marta nunca se olvida de la cara de Ester cuando ella le agradeció con un beso en cada mejilla los plantines que le regaló para el cumpleaños, “petunias para patio posterior”, le dijo y la otra se la quedó mirando. Peor le fue al helecho que le regaló Haideé, ese mismo día, que fue a parar derechito a la heladera ni bien se fueron los invitados. La gente no entiende que se puede acercar a la perfección en cada acto que realiza, que esa es también la mejor forma de acercarse a Dios y a la Virgen. Ellos son los que menos entienden. Ellos no entienden nada. Nada de nada.


—Ellos están enfrente esperando escudriñarme, empecinados en enloquecerme y...

Marta no se acuerda bien de cómo fue que empezó el enfrentamiento, pero está segura de que más de una vez la miraron feo, con ese tipo de miradas de falsa compasión, de los que se creen que una mujer sola no puede ser feliz. Entonces empezó a estar más atenta, comenzó a descubrir que había un montón de fenómenos inexplicables que hacían que su vida tranquila se conectara de manera extraña con la de los vecinos de enfrente. Lo de la cómoda para empezar. Más irritante es el rollo de papel higiénico, que ni bien Ellos abren las ventanas, se da vuelta y cuelga pegado a la pared, o el elefantito del estante, que parece no querer mirar a la entrada cada vez que los vecinos hacen el asado. También está lo de la basura que se acumula frente a su puerta, al principio parecía que se la dejaban a propósito, para envenenarla, ¡cochinos!, pero después de muchas horas escondida detrás de las cortinas, vigilando la calle, se dio cuenta de que nadie la cruzaba, y sin embargo las bolsas aparecían ahí. Empezó a observarlos con más detenimiento, no es difícil porque Ellos viven de puertas abiertas, algo inconcebible en está época de tanta inseguridad, pero así son Ellos, inconcebibles.


—Ellos están enfrente empecinados en enloquecerme, esconden espejismos, esperan encontrarme espiándolos entre las espinas...

De a poco empezó a animarse a mirar apenas por la ventana cuando pasa. Ahora resulta que la copian, se les dio por coleccionar fotos, como a ella. No se ven muy bien, pero son muchas y están todas en portarretratos distintos, en un estante, lleno de retratos. Igualito al de Marta. También le copiaron el felpudo y las cortinas, es evidente que la espían. Pero no van a poder con ella, si pudiera ver bien, ponerse cómoda detrás de su persiana y ver qué pasa adentro de esa casa, qué hacen, cómo la vigilan, cómo se las arreglan. Tiene que pensar cómo, pedirle a la Virgen que la ayude, necesita el Conjuro de las Palabras Perfectas. “Ellos están enfrente empecinados en esconderse, esperan encontrarme espiándolos, escudriñar entre elementos extraños, Ellos exigen este esfuerzo extraordinario”. Recién entonces se acuerda de la propaganda que vio hace un rato, no entendía por qué le llamaba tanto la atención. Se pasó toda la tarde mirando el canal de las compras, recién a las siete y veintitrés pasaron de nuevo el teléfono. “Binoculares de calidad superior, aptos para el teatro y los espectáculos al aire libre. ¡Llame ya! y llévese un increíble par de gafas con cristales intercambiables de regalo”. Le dijeron que la entrega se concretaría, como siempre, en cuarenta y ocho horas, los binoculares y los lentes, para las caminatas de la mañana: la Virgen estaba otra vez de su lado.


—Ellos están enfrente empecinados en esconderse, esperan encontrarme espiándolos, escudriñar entre elementos extraños, Ellos exigen este esfuerzo extraordinario. Empecemos el espectáculo.

Los binoculares la introducen en la casa. Marta mira las paredes, del mismo color que las suyas. Busca las fotos, es difícil ubicarse con el aparato, todo está tan cerca que si se corre un centímetro de más, desaparece. Hay muchas fotos, gastadas y nuevas, fotos que remotamente le recuerdan lugares lejanos. Las sierras, el hotel que visitaban todos los eneros con papá y mamá, las chicas de minifalda, todas peinadas a lo Rita Hayworth, Marta y su compañeras cuando recibieron el diploma de maestras, la panza del embarazo de Jorge, el portarretrato de madera con flores, su marido, ay, ese traje de baño tan hermoso que le compró a Dolores, las últimas vacaciones en la playa, Jorgito bebé, la cara llena de espinaca, Marianita en el Cole, Jorge tan alto con el uniforme del Industrial, la abuela, el perro de los chicos que lo atropelló un auto, son sus fotos, las lágrimas le nublan un poco los ojos, pero son sus fotos, Martita, las mismas que tiene en el mismo estante, el estante que está sobre el sofá bordó, el de los almohadones claros, al lado de la lámpara de pie, a tres pasos de la cómoda de los adornitos, donde está el teléfono del que Marianita se cuelga durante horas para hablar con todas sus amigas mientras desordena todo y un poco más acá la bicicleta fija siempre frente a la tele justo enfrente de la ventana por la que Marta está espiando.

Tan fácil como hacer pan

La mirada bien sexy le duró apenas un minuto. Damián se apuraba por deshacerse de la ropa de ambos y Catalina sintió los pasos de un batallón de hormigas bajándole por la panza. Se rió con ganas. De los nervios sobre todo, pero también porque se acordaba de la ocurrencia de Mariela, “Miránena, es tan fácil o tan difícil como hacer pan. Te aprendés un par de trucos y sos una experta”.

Eso había sido el jueves, cita semanal de chicas solas con tres videos y una receta nueva. Nada de cine prestigioso, no. Apenas un alegato estremecedor, una con protagonista bien fuerte y una condicionada. A veces, “un dramón o comedita de esas que sólo las mujeres podemos mirar”. No es que las vean completas, ni siquiera les prestan demasiada atención. La idea es divertirse, tener material para comentar o discutir, y por qué no aprender algo distinto mientras practican y saborean la novedad culinaria de la semana.

Venía de confesiones, ese jueves. Al ritmo de los golpes contra la mesa, Julia las ponía al tanto de los pormenores sexuales de Riki, su nuevo novio. Como la receta del día era pan con hierbas, necesitaban la cocina bien caldeada. Mariela ya había organizado el trabajo, ella y Cintia con el amasijo, Julia y Catalina con la esponja de levadura. “Una taza de leche, una y media de harina y veinte gramos de levadura, unen todo y amasan. El secreto es golpear contra la mesa, para que quede suave y elástica. Después, a descansar hasta que duplique su tamaño” y exageraba los ademanes de profesora, mientras disolvía diez gramos más de levadura en una taza de agua, le agregaba una cucharada de sal y medio paquete de harina. Enseguida estaban todas golpeando con fuerza la masa contra la mesa.

El calor del horno y el verano combinado con el vino blanco bien frío las ponía más agudas que de costumbre y les soltaba la lengua. La conversación ya tenía más temperatura que la peli que había elegido Julia, una “de ésas” que casi casi unía todas las categorías en una. Diez minutos de reposo y Mariela le agregaba la manteca al amasijo, blanda como una pomada, imitando los movimientos bizarros de la protagonista sobre el pecho del galán de turno. Después unió los dos bollos y lo dividió en cuatro, para que cada una hiciera una variedad distinta: ajo y perejil, albahaca, orégano, cebollín y menta. Julia fue la que empezó a moldear penes con su parte: “Así es la de Riki”, anunció señalando la más grande. Entre risas y una tenue niebla de harina que flotaba a la altura de los ojos, los modelos leudaban sin control y ellas seguían compitiendo, hasta que Mariela le pidió parte de su bollo a Cintia para mostrarles al morocho que se había transado en Buzios un par de años atrás. “¡Qué yegua que sos, nena! ¡Mirá ese bolazo! ¿Quién se lo puede tragar?”


Esa fue como la palabra clave, la llave que abrió la confesión casi desesperada de Catalina. “Chicas, tengo un problema con Damián y necesito que me ayuden”. La sorpresa devino atención completa, ¿problemas con Damián? Imposible. “Es que él quiere que haga... algo... me tiene podrida con tanto pedido... Y yo... la verdad... qué sé yo... no sé cómo... me da como asco... ¿qué hago?”. Ninguna se guardó las carcajadas. Lo cierto es que Catalina nunca y Damián ya se había puesto muy cargoso con el tema. Después de dos años y aunque no se hablaba de casamiento todavía, nadie intuía para ellos otro final que los confites. La clave, decía Catalina, está en los mismos gustos, en los espacios propios y, más que nada, en tener, cada vez, mejor sexo. “Damián tiene una sutil manera de tratarte como a una puta, pero sin que se note, y eso me encanta”. Pero lo otro, no, nunca, no se anima ni a llamarlo por su nombre, le da vergüenza, o impresión, o quién sabe, pero a él tanta negativa le da más ganas. Como si fuera lo único en el mundo que él quiere.

—No me digas que nunca lo hiciste porque no te creo. ¡Es imposible!
—No, nunca.
—AjjjjjAJJAjjJAJjJAjjajAJJAaaa
—¿Me vas a decir que saliste como cinco años con Gonzalo y nunca se la...?
—¡No, nena! ¡Nunca! No me lo puedo ni imaginar...
—Ay, querida. No es nada del otro mundo... Un sabor apenas metálico, como cuando se te va la mano con la sacarina.
—No che, no siempre... a veces tiene ese gustito dulce, como a brioche.
—Estás en pedo... Rico no es. Feo tampoco. Un poco fuerte, eso sí...
—Bueno, dicen que eso también puede modificarse según la dieta... parece que algunas comidas y condimentos influyen bastante.
—No me jodan, che... ¿Sabén que lindo sería que tuviera el aroma de esta albahaca?
—¡Pesto! Hacele comer pasta con mucho pesto: energía y albahaca.
—¿De verdad nunca lo hiciste...?
—Y... no, nunca, quiero, pero no me animo, no sé cómo hacer, ¿qué hago?
—Miránena, es tan fácil o tan difícil como hacer pan. Te aprendés un par de trucos y sos una experta.

Damián la miró reírse mientras se sentaba, desnudo, sobre el sofá. El olor fuerte de la albahaca había conquistado todo el living. Ella terminó con su ropa y se acomodó en el abrazo que él le ofrecía. Después de un beso largo, la mano firme, cómplice de la mirada, le señaló en la nuca la dirección de sus deseos. Y esta vez Catalina no se resistió. Ahora la risa era muda y quedaba escondida debajo de todo su pelo.

Ni bien cerró los ojos, se acordó de los consejos de Mariela y las chicas del jueves. Al pan hay que amasarlo bien, trabajarlo con las manos, para que se llene de aire y la masa se ponga suave y elástica. El calor de los dedos es el que amalgama los ingredientes y garantiza los resultados. El secreto básico es hacerlo con amor, pintar con huevo batido y dejarlo reposar en un lugar cálido antes de meterlo en el horno.

Al final, quién sabe por qué, se acordó de Mariela, diciendo, “este pan es adictivo, ya van a ver. Después de probar, se aceptan aplausos”.

Patricio Rey

Ni bien deja de pensar que lo siguen, le entran unas ganas tremendas de ver a Alma. Hace mil que se fue y recién ahora la extraña como loco. Alma, la mesa de la cocina, el mate con facturas y las veces que ella le contaba esos cuentos de cuando era chica, cuando jugaba en el bosquecito de violetas que está en la otra punta del pueblo. Alma se escapaba para jugar a la bella durmiente del bosque, se tiraba en el piso, sobre la manta de hojas oscuras con miles de violetas escondidas. “Yo era el Alma reina del bosque, y terminé casándome con el Rey”, decía cuando Rubén Rey todavía no la había abandonado. Pato se limpia unas lágrimas con la manga de la campera y se convence que son culpa del viento. Hace cuánto que la vieja mira crecer sus putas flores desde abajo y a él nunca le vinieron ganas de llorarla. No va a empezar justo ahora.

Sigue pedaleando rápido pero ya le falta un poco el aire. El pulover no importa, pero la remera no tiene arreglo. El Negro le dio justo en las muñecas de los puños levantados, como si todos los tipos de la remera se hubieran rajado las venas. Y la mujer que tiene Rubén ahora no puede coser ni un botón. Quién sabe cuándo va a poder juntar la guita para comprarse otra. A toda velocidad por la avenida hace un frío de cagarse y la remera está mojada. La mancha no se ve pero se siente. Quema. Se ajusta más el pulover y se acomoda sobre la bici. Todavía puede pedalear. “Puede alguien decirme, me voy a comer tu dolor” desangra el indio en el walkman y Pato aprieta las manos contra las orejas y acompaña con sus gritos mudos “el infierno está encantador...”. Le gustaría clavarse los auriculares en el cerebro, para que la música le llegara más pura, para escucharla bien fuerte mientras pedalea. Así podría darle a los Redondos todo el tiempo, hacerle honor a su nombre, ser el auténtico Patricio Rey. Pero ahora tiene que agarrar el manubrio porque las manos le tiemblan, la tripa le arde y todavía está lejos de casa.

Negro puto, siempre lo tuvo cruzado. El quía la va de capo pero es Pato el que lleva en su documento el nombre de la mejor banda de todos los tiempos. Y para colmo, nació en Oktubre. Esa chapa el Negro no se la traga, por eso estaba buscando la excusa y el boludo de Pato se la sirvió en bandeja. Roxi lo encaró cuando salían del boliche y Pato se puso a cantarle Scaramanzia. Si no fuera porque siempre anduvo con ganas de moverse a la mina, desde antes de que saliera con el Negro, ni loco se iba a meter en ese bardo. Pero la mina hace rato que lo largó al Negro y ahora debe andar caliente y por eso lo encaró a Pato y él daría cualquier cosa por ese par de tetas. Terminaron curtiendo contra los contenedores del puerto. Se ve que el Negro los siguió y lo vino a agarrar por la espalda. Ni se había dado cuenta de lo que pasaba cuando el otro le metió el puntazo. Ahí nomás Pato agarró un fierro oxidado y le embocó una que lo tiró al piso al Negro de mierda. Recién cuando salió corriendo para donde había dejado la bici se enteró de cuánto sangraba.

No es la bici, la bici es una máquina. Es él que ya no puede pedalear con fuerza y la calle de arena no ayuda. Pero falta poco, ya no hay casas, ya está casi en la senda que sube. Va a tener que dejarla y seguir caminando. Los puños alzados de la remera ya deben estar rojos como las banderas pero la campera todavía está limpia. Aprieta un poco más el abrazo del pulover en la cintura y sube. A pasos lentos, sus ojos van alcanzando la altura de la alfombra verde que se tiende entre los pinos. Pato se deja caer sabiendo que por fin está en casa. Alma no le mintió: un mar de violetas le inunda los ojos.


Publicado en Diario Perfil el 3 de febrero de 2008.