Patricio Rey

Ni bien deja de pensar que lo siguen, le entran unas ganas tremendas de ver a Alma. Hace mil que se fue y recién ahora la extraña como loco. Alma, la mesa de la cocina, el mate con facturas y las veces que ella le contaba esos cuentos de cuando era chica, cuando jugaba en el bosquecito de violetas que está en la otra punta del pueblo. Alma se escapaba para jugar a la bella durmiente del bosque, se tiraba en el piso, sobre la manta de hojas oscuras con miles de violetas escondidas. “Yo era el Alma reina del bosque, y terminé casándome con el Rey”, decía cuando Rubén Rey todavía no la había abandonado. Pato se limpia unas lágrimas con la manga de la campera y se convence que son culpa del viento. Hace cuánto que la vieja mira crecer sus putas flores desde abajo y a él nunca le vinieron ganas de llorarla. No va a empezar justo ahora.

Sigue pedaleando rápido pero ya le falta un poco el aire. El pulover no importa, pero la remera no tiene arreglo. El Negro le dio justo en las muñecas de los puños levantados, como si todos los tipos de la remera se hubieran rajado las venas. Y la mujer que tiene Rubén ahora no puede coser ni un botón. Quién sabe cuándo va a poder juntar la guita para comprarse otra. A toda velocidad por la avenida hace un frío de cagarse y la remera está mojada. La mancha no se ve pero se siente. Quema. Se ajusta más el pulover y se acomoda sobre la bici. Todavía puede pedalear. “Puede alguien decirme, me voy a comer tu dolor” desangra el indio en el walkman y Pato aprieta las manos contra las orejas y acompaña con sus gritos mudos “el infierno está encantador...”. Le gustaría clavarse los auriculares en el cerebro, para que la música le llegara más pura, para escucharla bien fuerte mientras pedalea. Así podría darle a los Redondos todo el tiempo, hacerle honor a su nombre, ser el auténtico Patricio Rey. Pero ahora tiene que agarrar el manubrio porque las manos le tiemblan, la tripa le arde y todavía está lejos de casa.

Negro puto, siempre lo tuvo cruzado. El quía la va de capo pero es Pato el que lleva en su documento el nombre de la mejor banda de todos los tiempos. Y para colmo, nació en Oktubre. Esa chapa el Negro no se la traga, por eso estaba buscando la excusa y el boludo de Pato se la sirvió en bandeja. Roxi lo encaró cuando salían del boliche y Pato se puso a cantarle Scaramanzia. Si no fuera porque siempre anduvo con ganas de moverse a la mina, desde antes de que saliera con el Negro, ni loco se iba a meter en ese bardo. Pero la mina hace rato que lo largó al Negro y ahora debe andar caliente y por eso lo encaró a Pato y él daría cualquier cosa por ese par de tetas. Terminaron curtiendo contra los contenedores del puerto. Se ve que el Negro los siguió y lo vino a agarrar por la espalda. Ni se había dado cuenta de lo que pasaba cuando el otro le metió el puntazo. Ahí nomás Pato agarró un fierro oxidado y le embocó una que lo tiró al piso al Negro de mierda. Recién cuando salió corriendo para donde había dejado la bici se enteró de cuánto sangraba.

No es la bici, la bici es una máquina. Es él que ya no puede pedalear con fuerza y la calle de arena no ayuda. Pero falta poco, ya no hay casas, ya está casi en la senda que sube. Va a tener que dejarla y seguir caminando. Los puños alzados de la remera ya deben estar rojos como las banderas pero la campera todavía está limpia. Aprieta un poco más el abrazo del pulover en la cintura y sube. A pasos lentos, sus ojos van alcanzando la altura de la alfombra verde que se tiende entre los pinos. Pato se deja caer sabiendo que por fin está en casa. Alma no le mintió: un mar de violetas le inunda los ojos.


Publicado en Diario Perfil el 3 de febrero de 2008.

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